Los diferentes caminos que conducen a la comprensión espiritual pueden entenderse mejor mediante una distinción inicial entre el espíritu y la materia. Para entender la materia, disponemos de medios materiales, y para entender al espíritu, disponemos de medios espirituales. La materia se entiende mediante el funcionamiento de la mente o mediante el funcionamiento del intelecto a partir de la información recibida a través los distintos sentidos, pero el Espíritu sólo se puede entender mediante el espíritu mismo. Esta forma elevadísima de conocimiento, en la que el espíritu goza del Auto-conocimiento sin utilizar instrumento o medio alguno, es muy rara y sumamente difícil de alcanzar. El mejor acceso para la comprensión del espíritu es mediante el corazón, y no mediante la mente, mediante el intelecto.
La mente está acostumbrada a trabajar sobre cosas materiales, y el poder que la motiva para este entendimiento intelectual de los objetos materiales se deriva principalmente de la codicia y del deseo. Cuando la mente aborda problemas espirituales, los afronta siguiendo pautas a las que está acostumbrada, y al hacerlo, utiliza conceptos que ha inventado, que ha construido para la comprensión intelectual de las cosas materiales, de los distintos objetos que la rodean. Sin embargo, este enfoque para entender los problemas espirituales está condenado al fracaso, porque todo concepto que el intelecto desarrolla para el entendimiento de las cosas materiales es inadecuado para el entendimiento del espíritu. Es como tratar de ver con los oídos o escuchar con los ojos. Si la mente intenta entender el espíritu independientemente del corazón, se obliga a utilizar analogías del mundo material, y esto conduce inevitablemente a considerar al espíritu como un objeto de la mente, cosa que no lo es.
En contraste con el método de la mente, que se sustenta en sensaciones y que mediante deducciones y pruebas llega a conclusiones, existe el método más directo del corazón, que intuitivamente capta los valores que el hombre va realizando progresivamente durante toda su vida, al atravesar por las diversas experiencias del mundo y a medida que su atención se centra en alcanzar el entendimiento espiritual. En la vida de la mayoría de las personas, la mente y el corazón están en desacuerdo, no coexisten en armonía y el conflicto entre los dos crea caos, crea confusión. El corazón, que a su propia manera siente la unidad de la vida, la unicidad de todo, quiere realizarse mediante una vida de amor, sacrificio y servicio. Le entusiasma dar en vez de recibir. El poder que lo anima deriva del más íntimo impulso psíquico, expresándose mediante las intuiciones inmediatas de la vida interior. No le importan las pruebas, no le importan las corroboraciones intelectuales que busca la mente cuando trata justamente con objetos materiales. En su manejo objetivo del mundo material, la mente se satura con experiencias vinculadas a la multiplicidad, a la separación, y así alimenta las tendencias egocéntricas que dividen al hombre, lo hacen egoísta y posesivo. Pero el corazón, que siente el brillo del amor en sus experiencias internas, tiene destellos de la unidad del espíritu, y por lo tanto busca expresarse mediante tendencias de la entrega de sí mismo, que unen al hombre con el hombre y lo vuelven desinteresado y generoso. Por lo tanto, necesariamente hay un conflicto entre la "voz interior" y las deliberaciones del intelecto, que se basan en los aspectos aparentes y superficiales de la vida.
Cuando la mente invade el territorio del corazón, lo hace requiriendo garantías, requiriendo convicciones, certezas como condiciones previas que se han de cumplir antes de dar, antes de desplegar amor. Pero el amor, si no es espontáneo, si no es natural, no es nada. No puede ser una conclusión del intelecto, el amor no es fruto del espíritu de comercio, del espíritu de regateo. Si uno requiere certezas sobre el objeto del amor antes de amar, sólo es una forma de egoísmo calculador. Por ejemplo, muchos requieren convencerse de mi divinidad para poder amarme. Es decir, quieren que les dé pruebas objetivas de mi estatus espiritual, obrando milagros. A menudo, más que una ayuda, la convicción de este tipo es un obstáculo para la liberación de la forma más elevada de amor, que es enteramente indiferente a lo que podría recibir del objeto de amor.
Cuando la mente busca convicción o corroboración mediante pruebas objetivas y milagros, como ayuda para el entendimiento espiritual, invade la esfera que propiamente le pertenece al corazón. La convicción y la corroboración se vuelven importantes cuando alguien desea garantías para asegurar ciertos resultados tangibles y definidos en el mundo objetivo. Incluso, suponiendo que una persona esté intelectualmente convencida de la existencia de Dios por medio de milagros u otros datos objetivos similares, esto no necesariamente va a liberar al corazón. La lealtad que quizá le pudiera brindar a Dios como resultado de tan fría revelación, sería por miedo o un por sentido del deber. El amor irrestricto no puede nacer de una convicción basada en cosas que son accesibles a la mente. Y donde no hay amor, no hay dicha, no hay felicidad, no hay belleza de ser. De hecho, la naturaleza de Dios como el océano de amor no puede ser captada por la mente. Dios debe ser conocido mediante el amor y no mediante la búsqueda intelectual de milagros. Por eso no realizó milagros para mis seres más cercanos y queridos. Preferiría no tener seguidores que tener que utilizar milagros para convencer a la gente de mi propia divinidad. Es cierto que, al amarme, la gente a menudo tiene experiencias espirituales que desconocían hasta el momento, y esas experiencias los ayudan a abrir más y más sus corazones. Sin embargo, esas experiencias no están destinadas a alimentar el ansia mental dado que refuerzan la convicción intelectual, y no deben ser consideradas como el objetivo.
Cuando una persona se fija en los resultados de las acciones, en vez de ocuparse sólo con su valor intrínseco, intenta abordar problemas espirituales sólo con la mente, y al hacerlo, interfiere con el funcionamiento adecuado del corazón. La mente desea tener todo tipo de cosas, de objetos y por ende busca pruebas objetivas, convicciones, garantías, y certezas. Esta demanda de la mente es una traba para el flujo espontáneo y natural del amor, el cual depende de la verdadera espiritualidad, y simultáneamente de esta manera la fomenta, la desarrolla. No se puede amar mediante el intelecto. Lo que se puede obtener mediante la mente es una teoría del amor, pero no el amor mismo. El conocimiento que ciertos tipos de yoguis logran con sus mentes es un conocimiento seco y meramente intelectual. No les puede dar la dicha espiritual que es característica de una vida de amor. El amor y la felicidad son lo único que importa en la vida, y ambos están ausentes en el conocimiento seco de los hechos, que es accesible al intelecto. La espiritualidad no consiste en el conocimiento intelectual de los valores verdaderos, sino en su realización. Es este conocimiento de la realización interior lo que amerita llamarse entendimiento espiritual, y éste depende mucho más del corazón que de la mente. El conocimiento del intelecto está en el mismo plano que la información, es superficial y se desplaza por la superficie de la vida, proporcionando la sombra y no la sustancia profunda de la realidad. Las profundidades ocultas del océano de la vida sólo se pueden sondear escuchando al corazón.
El intelecto de la mayoría de las personas está controlado por innumerables deseos. Desde el punto de vista espiritual, una vida así es el tipo de vida más baja que se puede experimentar en la existencia humana. El tipo más elevado de existencia humana está libre de todo deseo y se caracteriza por la suficiencia, por la contentanza. Todos buscan la felicidad, pero pocos la obtienen, porque la felicidad duradera sólo nace cuando hay una libertad absoluta de deseos, de querencias. Este estado elevadísimo de no querer nada, puede parecer externamente carente de acción y fácil de lograr. Sin embargo, si uno intenta sentarse tranquilamente, sin desear nada internamente, y con plena consciencia, sin estar dormido, se dará cuenta de que ese estado de no querer nada es sumamente difícil de lograr y que sólo es sostenible mediante una tremenda actividad espiritual. De hecho, el estado total de no querer nada es inalcanzable mientras la vida se base en la mente. Sólo es posible en la existencia que está más allá de la mente, en la existencia supramental. Se debe ir más allá de la mente para experimentar la dicha espiritual que nace de la ausencia de deseos.
Entre los dos extremos de una vida asediada por deseos, y una vida plenamente libre de deseos, es posible llegar a una forma de vida práctica, en la cual hay armonía entre la mente y el corazón. Cuando hay tal armonía, la mente no dicta los fines de la vida, sino que sólo ayuda a realizar aquello que nace del corazón. No establece condiciones que se deban cumplir para que la voz del corazón se adopte, se tome y se logre traducir a una vida práctica. En otras palabras, renuncia a su papel de juez, al que se ha acostumbrado durante sus indagaciones intelectuales sobre la naturaleza misma del universo, y acepta incuestionablemente los dictados del corazón.
La mente es la base, el centro, la matriz del aprendizaje, pero el corazón es el yacimiento, la base, el centro, el núcleo, la matriz de la sabiduría espiritual. El llamado conflicto entre la religión y la ciencia sólo surge cuando no hay apreciación por la importancia relativa de estos dos tipos de conocimiento. Es inútil tratar de acceder al conocimiento de las bases esenciales con el solo ejercicio de la mente. La mente no puede decirnos qué cosas realmente valdría la pena tener; sólo nos puede decir cómo lograr fines aceptados por fuentes no intelectuales. En la mayoría de la gente, la mente acepta los fines provenientes de los impulsos de los deseos, pero esto significa la negación de la vida del espíritu. Sólo cuando la mente acepta sus fines, sus valores desde los más profundos impulsos del corazón, contribuye a la vida del espíritu. Por ende, la mente debe trabajar en cooperación con el corazón; el conocimiento de los hechos debe subordinarse a las percepciones intuitivas; y debe concederse al corazón libertad, libertad plena para determinar los fines de la vida, los objetivos de la vida, sin ninguna interferencia por parte de la mente. La mente tiene un lugar en la vida práctica, pero su papel comienza después de que el corazón se ha expresado, se ha expresado realmente.
El entendimiento espiritual nace de la armonía entre la mente y el corazón. Esta armonía de mente y corazón no requiere que entremezclen, que fundan sus funciones. No implica un cruce de funciones, sino un funcionamiento cooperativo, un funcionamiento armónico y unido. Sus funciones, las de la mente y el corazón, no son idénticas, ni coordinadas. La mente y el corazón claramente deben estar equilibrados, pero no se llega a este equilibrio confrontando a la mente con el corazón, o confrontando al corazón con la mente. No se alcanza mediante la tensión mecánica, sino con un ajuste inteligente entre ambos. Se puede decir que la mente y el corazón se equilibran cuando sirven a su propósito en forma correcta y cuando tanto la mente lleva a cabo sus respectivas funciones sin desviarse de una u otra forma. Sólo cuando están equilibrados así, puede haber una verdadera armonía entre la mente y el corazón. Esta armonía entre la mente y el corazón es la condición más importante para la vida integrada, para una vida no fragmentada, propia del entendimiento espiritual.