Tanto el bien como el mal son productos de las impresiones contenidas en el impulso propio de la evolución. Entran en conflicto unas con otras y se las ha de reconocer como grupos de fuerzas que actúan separadamente. Satán, Lucifer y Belcebú, cada uno a su modo, simbolizan las fuerzas del mal. Sin embargo, es un error pensar que el mal es una fuerza activa irreductible por sí misma. Tanto el bien como el mal son abstracciones y hay que verlos en su verdadera perspectiva como fases inevitables de la evolución sub-humana y humana. El mal es la reliquia que queda del bien primero. Algunas tendencias de las impresiones, que fueron necesarias e inevitables en una fase particular, se trasladan a la fase evolutiva superior y persisten en su existencia debido a la inercia. Impiden un funcionamiento armonioso en el nuevo contexto y aparecen como el mal.
Tanto el bien como el mal se relacionan innegablemente con las circunstancias. No es posible juzgar el bien u otro aspecto de cualquier acción sin considerar el contexto concreto que ese juicio reclama. Un acto que normal e innegablemente es malo, tal vez sea no sólo defendible sino también digno de encomio en circunstancias especiales. Tomemos por ejemplo el siguiente caso excepcional. Supongamos que una madre dio a luz un niño, no tiene leche para amamantarlo y hay que hacerlo con leche de vaca, que es muy difícil de conseguir. Un vecino puede tener un poco de leche de vaca, pero la madre sabe que ese hombre no se desprenderá de esa leche ni por dinero ni por cualquier otra consideración filantrópica, aun cuando no necesite esa leche para él mismo. En tales circunstancias, si una persona hurta la leche de vaca y alimenta con ella al recién nacido para mantenerlo vivo, en este caso ese hurto no sólo es justificable sino también claramente bueno.
Por supuesto, una excepción como ésta no hace que hurtar esté bien en toda circunstancia. Normalmente el hurto sigue siendo malo, pero en el excepcional caso citado se convirtió en bueno. Este ejemplo muestra cómo los juicios acerca del bien y del mal deberán depender, según sus propias características, de las circunstancias y de todos los variados detalles que predominen en las situaciones concretas. El bien se relaciona con un contexto concreto de circunstancias reales, y lo mismo ocurre con el mal. Sin embargo, a los fines prácticos, determinadas tendencias de nuestras acciones tienen que clasificarse como buenas, mientras otras tienen que clasificarse como malas.
Todo sucede de acuerdo con la voluntad divina, y es un error pensar que Dios tiene un rival en forma de Demonio. Es necesario que las fuerzas del bien se acentúen para que la vida divina entre plenamente en circulación. Pero el mal mismo suele representar un papel importante al acentuar las fuerzas del bien, y se convierte en una inevitable sombra o contraparte del bien. Como otros opuestos propios de la experiencia, el bien y el mal también son, en un sentido, opuestos que hay que soportar y trascender. Tenemos que elevarnos sobre la dualidad del bien y del mal, y aceptar la vida en su totalidad, en la cual aparecen como abstracciones. A la vida hay que verla y vivirla en su integridad indivisible.
No obstante hay un factor importante en los opuestos del bien y del mal. El mal es, en todo sentido, el revés del bien, pero al mismo tiempo es capaz de convertirse en bien. Así, en términos generales, el sendero se extiende del mal hacia el bien, y luego del bien hacia Dios, quien está más allá tanto del bien como del mal.
Si cualquier sufrimiento llega a un Maestro Perfecto o Avatar, no se lo debe interpretar como una victoria temporal del mal. Sucede por voluntad divina y es una forma de compasión divina. Él carga voluntariamente sobre sí mismo el sufrimiento de los demás a fin de redimir a los que se hunden en punzantes deseos, odios inmitigados y celos sin mengua.