Si sentimos por los demás de la misma manera que sentimos por nuestros seres queridos, estamos amando a Dios.
Si en lugar de ver las faltas ajenas, nos observamos a nosotros mismos, estamos amando a Dios.
Si en lugar de robar a otros para ayudarnos a nosotros, nos robamos a nosotros mismos para ayudar a otros, estamos amando a Dios.
Si sufrimos con el sufrimiento de otros y nos alegramos con la felicidad de los demás, estamos amando a Dios.
Si en vez de preocuparnos por nuestros infortunios nos consideramos más afortunados que muchos otros, estamos amando a Dios.
Si sobrellevamos nuestro destino con paciencia y alegría aceptándolo como Su Voluntad, estamos amando a Dios.
Si entendemos y sentimos que el acto más grande de devoción y de adoración a Dios, es no herir o dañar a ninguna de Sus criaturas, estamos amando a Dios.