Cuando estábamos con Meher Baba no hablábamos la mayor parte del tiempo sobre Dios o sobre la espiritualidad. Hablábamos sobre cualquier trabajo en el que estábamos comprometidos en aquella época o sobre cosas comunes y corrientes; no era frecuente que Baba se propusiera pronunciar un discurso. Pero en los primeros años Baba sacaba a relucir repetidas veces el tema de los sanskaras. Explicaba cómo era que nuestros sanskaras nos impedían darnos cuenta de nuestra unidad con Dios. Debido a la manera con la que Baba recalcaba esto, muchos mándalis se convencieron de que su objetivo debía ser librarse de sus viejos sanskaras y evitar cargar con cualquier sanskara nuevo. Y Baba no los desalentaba en esto.
Pero como Baba les explicaba cada vez más la naturaleza de los sanskaras, los mándalis se vieron obligados a adoptar medidas cada vez más desesperadas para evitar tener que cargar con más sanskaras. Esto llegó a tal punto que las personas eran reacias a sentarse cerca unas de otras o a que alguien los mirara mientras estaban comiendo; llegó a ser casi imposible que alguien hiciera algo, y fue entonces cuando Baba les contó la siguiente historia.
Había un célebre bandido, un asaltante de caminos que no solamente robaba a las personas sino que también las asesinaba. Así era como se sostenía él mismo y sostenía a su familia. En el curso en el que iba ganándose la vida había matado a noventa y nueve personas. Fue entonces cuando experimentó un súbito e intenso cambio en su corazón. Se dio cuenta por primera vez del espantoso karma que él se estaba creando con su trabajo. Profundamente atormentado por los pensamientos de sus malas acciones y muy desesperado, abandonó a su familia y vagó por el país buscando la paz para su mente.
Se desesperó cada vez más, suplicándole constantemente a Dios que le perdonara sus pecados. Sucedió que un día tuvo tanta buena suerte que atrajo la atención de un Maestro Perfecto. El Maestro le preguntó qué era lo que lo inquietaba, y él le contó toda su historia, le abrió su corazón y le suplicó que lo ayudara.
El Maestro aceptó hacerlo y condujo al arrepentido a través de la selva circundante. Lo llevó a cierto sitio y le indicó que se sentara ahí y repitiera el nombre de Dios:
–Nunca dejes este sitio, salvo para mendigar comida y responder a los llamados de la naturaleza, e incluso entonces regresa de inmediato exactamente a este sitio y quédate aquí. –El hombre se regocijó porque existía la posibilidad de escapar de su karma y empezó a seguir inmediatamente las instrucciones del Maestro.
Bien, pasaron los años, y debido a que el hombre era sincero en su búsqueda del perdón, continuó sentado donde el Maestro le había indicado repitiendo el nombre de Dios. De hecho permaneció absorto repitiendo el nombre de Dios y gradualmente dejaba ese sitio cada vez menos. Aunque raras veces entraba ahora en el pueblo para mendigar su comida, la gente de allí empezó a respetarlo y finalmente a reverenciarlo por su dedicación en la repetición del nombre del Señor.
Sucedía que la selva en la que el hombre estaba sentado se hallaba entre un pueblo y otro. El rey decidió que se abriese un sendero en la selva para que sus mensajeros pudieran viajar más rápido de un pueblo al otro, y en consecuencia contrataron lugareños para que abrieran un camino a través de la selva. Cuando
llegaron al sitio en el que el hombre estaba sentado, se detuvieron y esperaron hasta que se fue a mendigar la comida y entonces trabajaron de prisa con el fin de terminar esa parte para cuando el hombre regresara.
Absorto en la repetición del nombre de Dios, cuando el hombre regresó, retomó simplemente su sitio que ahora estaba en la mitad del sendero del rey. Pasaron los años y el hombre continuó sentado ahí. Los viajeros lo respetaban e iban siempre por un costado del sendero para no molestarlo cuando pasaban. Y el hombre se atenía siempre a repetir el nombre de su Amado.
Entonces sucedió que un día el rey envió un correo por ese camino para que le entregara un mensaje a un rey vecino. El mensajero era muy arrogante y engreído, y ante el espectáculo de un hombre sentado en medio de la senda reaccionó porque lo obligaba a disminuir la velocidad y a hacer un rodeo. Sujetó las riendas de su corcel y le gritó al hombre:
–¡Eh, tú!, ¿eres ciego? ¡Hazte a un lado inmediatamente!
El hombre estaba tan absorto repitiendo lo suyo que ni siquiera oyó al mensajero, quien continuó gritándole e insultándolo. El mensajero se enojó tanto porque el hombre no reaccionaba que se agachó y cruzó la mejilla del hombre con su látigo. Las viejas habilidades del bandido afloraron instantáneamente y, de manera instintiva, se estiró, desmontó al mensajero de un tirón y lo estranguló, convirtiéndolo así en su centésima víctima.
Pero sucedió que el mensajero era portador de una orden del rey para que ejecutaran a cien personas inocentes. De manera que la centésima persona que el bandido había matado equilibraba exactamente a las cien que él había salvado sin saberlo, y debido a que así se equilibraron tanto sus sanskaras de matar y de salvar, inmediatamente Realizó a Dios.
Esta fue la historia que Baba nos contó. Pero, por supuesto, no era cuestión de que matar estuviera bien, sino que equilibrar los propios sanskaras es una operación tan extremadamente sutil que no hay manera de que podamos hacerlo por nuestra propia cuenta. El sendero es muy intrincado, y más delgado que el cabello más delgado. Por eso Baba nos insistía:
–Sean naturales. Simplemente hagan lo que yo les digo, obedézcanme y no se preocupen por los sanskaras.