Ustedes me han oído decir muy a menudo: “Decídanse a ser de Él”. Pero las personas vienen a verme y me dicen: “Pero Eruch, ¿cómo puedo decidirme a ser de Él?”. ¿Qué les puedo decir? Si ustedes están decididos a ser abogados, ¿necesitan que alguien les diga que se decidan a ser abogados? No. Ustedes simplemente se deciden a ser abogados, entonces estudian y trabajan, y hacen cuanto sea necesario hasta que obtienen su título y se matriculan como abogados.
Si ustedes están decididos a ser de Él, entonces hagan cuanto sea necesario para ser de Él. Esto no tiene que ser explicado. Ustedes saben cómo es la mente. Entonces la mente dice: “¿Pero qué es necesario hacer para llegar a ser de Él?” Incluso en presencia de Baba, la mente de la gente se burlaría así. Baba le decía a un gran auditorio: “Ámenme”.
Y alguien de la multitud se ponía de pie y le preguntaba:
–¿Pero cómo deberíamos amarte, Baba?
Baba le preguntaba al hombre si era casado. El hombre le decía que sí. Baba le decía:
–¿Alguien tiene que decirte cómo amar a tu esposa?
–No, Baba.
–Entonces nadie necesita decirte cómo amar a Dios, sólo hazlo. –Así de sencillo y así de difícil.
Sin embargo, hay pistas e indicios, cuando estamos en la senda correcta. Y una de estas pistas de que estamos en nuestro camino para llegar a ser de Él es cuando desarrollamos una aceptación inquebrantable de Su voluntad. Con esto no me refiero a algo que se dice de la boca para afuera, como cuando las personas vienen aquí y nos dicen: “Sí, dejé a mi esposa, pero qué se le va a hacer, era la voluntad de Baba”. No estoy hablando de esa clase de aceptación que utiliza la voluntad de Baba como una excusa para hacer cuanto secretamente uno quiere hacer, sino una resignación tan profunda a Su voluntad que sigue siendo igual independientemente de las circunstancias. Tal vez esta historia los ayude a comprender la cuestión que estoy tratando de hacerles entender.
Entonces sucedió que en cierta zona del país vivía un ser que amaba al Señor. Se había radicado en una zona aislada, a cierta distancia de la aldea más cercana. Había una pequeña cueva en una colina, a poco más de un kilómetro y medio en las afueras de la aldea y allí era donde él vivía. Pueden llamarlo ermitaño si lo desean, ¿pero qué necesidad tenía él de la compañía de otras personas cuando su compañero constante era el Señor? Pero, como dijo Ramakrishna Paramahamsa: “Cuando la flor se abre, las abejas vienen espontáneamente”. Y así fue que los aldeanos empezaron a visitarlo.
Ustedes saben cómo es esto. Primero es probable que sólo uno de los chicos que cuidaban los rebaños de cabras fuera quien se fijó en que alguien estaba viviendo en la cueva, y ese chico se lo contó a sus padres, y entonces la gente empezó a ir a ver quién estaba ahí, por curiosidad y para tributarle su respeto. Pues era evidente que debía ser un devoto del Señor, ¿pues quién otro elegiría vivir en un lugar tan aislado?
Y así, poco a poco, los aldeanos empezaron a visitar a este ermitaño, ¿y qué encontraron? Lo encontraron absorto en su devoción al Señor. Entonces la gente se inclinaba humildemente, le tributaba su respeto y se iba. Pero de vez en cuando ellos podían acudir cuando él sólo estaba sentado en la entrada de su cueva, aparentemente sumido en su admiración a la Creación de Dios. Y ellos aprovechaban la oportunidad para iniciar una conversación, pues estaban naturalmente curiosos por saber de dónde venía, cuánto tiempo planeaba quedarse, a qué secta pertenecía, si es que pertenecía a alguna, y si podría darles mantras para proteger su ganado; en pocas palabras, las interminables preguntas habituales que la gente del mundo tiene para los que han renunciado al mundo. Pero a pesar de su empeño en intentarlo, no podían entablar una conversación con él, pues su respuesta a todo y a cualquier cosa que le dijeran era siempre la misma: “¿Es eso así?” Si le decían que habían venido solamente para verlo, alzaba muy serenamente la vista y replicaba: “¿Es eso así?”. Si lloraban y decían que uno de los miembros de su familia estaba enfermo, se limitaba a contestar con calma: “¿Es eso así?”. En suma, su respuesta a todo y a cada cosa era la misma, una respuesta muy amable: “¿Es eso así?”.
Esto desilusionaba a quienes ansiaban chismes, palabras de consejo o consuelo, pero los aldeanos descubrieron que se sentían confortados y contenidos precisamente sentándose en su presencia. Empezaron a enviarle pequeñas ofrendas de alimentos que le dejaban afuera, en la entrada de su cueva. A veces se sentaban allí un rato, disfrutando esa atmósfera de paz antes de volver a sus casas. Todos eran felices. Al ermitaño le gustaba que lo dejaran en paz con su culto y adoración de Su Amado, y los aldeanos estaban contentos porque su zona era bendecida con la morada de un verdadero amante de Dios.
Ahora bien, sucedió que en la misma aldea nosotros encontramos una escena enteramente diferente. Una de las muchachas solteras había quedado embarazada. Al final su madre descubrió esto y estaba horrorizada. Empezó a llorar y lamentarse de esta calamidad. Por la noche, cuando el padre regresó al hogar, se disgustó mucho más todavía ante esta revelación y empezó a gritarle a su hija, regañándola y exigiéndole que le hiciera saber quién era el responsable de ese ultraje. Vean, en aquella época la gente era muy estricta; un suceso como ese traía desgracia y deshonor a toda la familia, y hasta la aldea se sentía avergonzada.
La muchacha se puso a llorar, pero temía dar el nombre del responsable por temor de que sus padres le hicieran daño, de modo que cuanto más sus padres le exigían que les hiciera saber quién había hecho eso, más lloraba ella. Finalmente les espetó:
–No sigan preguntando: ‘¿Quién es responsable?’. Si quieren saberlo son ustedes los culpables. Por culpa de ustedes es que ahora estoy en este desgraciado estado.
–¡Nuestra culpa! ¿Pero cómo puede ser eso?
–Porque ustedes son los que acostumbraban a enviarme todas las mañanas con el cuenco de cuajada para el santo que vive fuera de la ciudad.
–¿Y qué? ¿Qué tiene que ver eso con…? ¿Quieres decir que se trata de él?
Y la muchacha les confesó llorando que una mañana, después de dejarle la cuajada, el santo salió de la cueva, la violó y ella no se atrevió a decir nada hasta entonces porque sabía de la alta estima que todos le tenían.
Bueno, los padres estaban comprensiblemente conmocionados y escandalizados ante esto, y el padre empezó a maldecir al sinvergüenza y a murmurar: “Sabía que no estaba tramando nada bueno”. Miren cómo funciona la mente. Esa mañana acababa de enviarle al santo un cuenco con cuajada y había hablado de él con la más grande reverencia, pero tan pronto su hija le confesó que el santo la había violado, entonces repentinamente él sabía desde siempre que el santo era un impostor, un pillo.
Entonces el padre va a ver a los ancianos de la aldea y les cuenta lo que ha sucedido. Casi todos están por ir a la cueva inmediatamente a darle al hombre una paliza. Pero recordando lo que siempre habían sentido en su presencia, a unos pocos les resultó difícil creer que él pudiera haber hecho semejante cosa e insistieron en encararlo primeramente antes de actuar.
De manera que un grupo de la aldea marcha hacia la cueva y llama al santo a los gritos. Al rato él aparece, tan tranquilo y benigno como siempre.
–¡Eh tú, truhán! –le grita el padre al verlo–. ¡Tú violaste a mi hija!
–¿Es eso así? –replicó el santo, como si el padre le hubiera dicho meramente: “Parece que va a llover”. El padre se abalanzó para golpearlo, pero uno de los ancianos lo contuvo y se dirigió al santo:
–La hija de este hombre está embarazada y ella afirma que tú eres el padre.
–¿Es eso así? –replicó el santo con igual tranquilidad.
–¡Ella dice que tú la violaste!
–¿Es eso así?
Bueno, esto ya fue demasiado para el padre.
–¿No tienes vergüenza? –le dice–. ¡Hipócrita, y te haces pasar por amante de Dios! –Y empezó a golpearlo.
Los otros aldeanos están también tan enfurecidos porque el santo se preocupaba tan poco por esa grave acusación y llegan a la conclusión de que esa indiferencia sólo puede reflejar una cruel culpabilidad, y también están ultrajados porque durante todos esos años habían sido embaucados haciéndoseles creer que el hombre era un santo cuando en realidad era lo más bajo que podía haber, y todos desahogan su ira golpeando y pateando al santo. Finalmente, lo dejan creyéndolo muerto, regresan a sus casas, satisfechos por haber hecho lo que el honor les exigía.
Pero el santo no murió. Volvió arrastrándose a su cueva y continuó adorando al Señor como siempre. Entretanto pasa el tiempo y la hija da a luz. Los padres no quieren a la criaturita, pues sólo los hace acordar de su desgracia, y entonces el padre, que se ha enterado por los pastores que el santo aún está viviendo en la cueva, va hasta allá llevando al bebé consigo.
El santo está sentado fuera de la cueva, maravillándose en silencio ante la hermosura de su Amado, cuando el padre se acerca y le pone al bebé en sus manos.
–Aquí está, es tuyo.
–¿Es eso así? –pregunta el santo mirando al niño.
–Este es el fruto de tu acción maligna, ahora te toca cuidarlo.
–¿Es eso así? –El padre se va, y el santo, imperturbable como siempre, empieza a criar al niño. Algunos pastorcitos le dan un poco de leche con la que él alimenta al niño, y así pasa el tiempo.
Entretanto los padres piensan que la única manera con la que realmente pueden superar su vergüenza consiste en conseguir casar a su hija como es debido. Por supuesto, ni pensar en casar a su hija con alguien de su propia aldea, pero, prometiendo una importante dote, consiguen concertar el casamiento de ella con un hombre mayor que vive en una aldea cercana. Muy contentos le anuncian a la hija que le han encontrado marido. Pero quedan atónitos cuando la hija se pone a llorar.
–No me casaré –les dice.
–¿De qué estás hablando? Tienes que casarte. Estás en edad para ello, no puedes vivir eternamente en nuestra casa, y nosotros hallamos en la otra aldea un hombre bueno que quiere casarse contigo a pesar de tu pasado. –Y ellos empiezan a elogiar las virtudes de este matrimonio. Pero cuanto más siguen haciéndolo, más llora su hija.
Ella declara lo siguiente:
–Si ustedes me hacen casar con cualquier otra persona, me mataré. –Los padres no pueden entender esto. ¿Qué quiere decir ella con “cualquier otra persona”? Finalmente, la muchacha les confiesa–: Yo amo a otro. Lo he amado durante años. Si me caso con alguien, será él o no me casaré. Él es quien engendró mi hijo, y él será mi esposo o no lo será nadie.
Los padres apenas pueden creer lo que oyen. De inmediato el padre se siente destrozado por la culpa. El santo no había sido responsable del deshonor de su hija, pero él, el padre, había deshonrado a la familia, maltratando al santo. Con mucha pena y vergüenza, el padre va a ver a los ancianos de la aldea y les confiesa lo que ha sucedido. Ellos también están avergonzados por el modo con que habían tratado al santo y comprenden que no hay más remedio que ir a rogarle perdón. Entonces una vez más el padre y los hombres de la aldea suben la colina, en las afueras de la aldea, y se paran humildemente en la entrada de la cueva.
Le suplican al santo que salga, y pronto aparece con un niñito feliz en sus brazos. El padre está tan avergonzado ante esto que casi no puede decir nada, pero cae a los pies del santo y finalmente le dice:
–Perdóname, he obrado muy mal contigo.
–¿Es eso así? –le pregunta el santo suavemente.
–Sí, lo siento. Mi hija ha confesado. Éste que está aquí no es tu hijo –y el padre lo toma de vuelta.
–¿Es eso así? –replica el santo. Todos los aldeanos se unen implorándole al santo que los perdone y absuelva, pero todo lo que él les dice es siempre: “¿Es eso así?”.
Después de confesar sus errores, de pedir perdón y de dejar todos los regalos y guirnaldas que habían traído, los arrepentidos aldeanos descendieron de la colina mientras el santo volvió a entrar en su cueva para continuar adorando al Señor como si nada hubiera sucedido.
Cuando le dieron el bebé y le dijeron que era de él, les dijo: “¿Es eso así?”. Cuando le sacaron el bebé y le dijeron que no era de él, les dijo: “¿Es eso así?”. Cuando lo maltrataron les dijo: “¿Es eso así?”. Y cuando lo reverenciaron, les dijo: “¿Es eso así?”.
¿Y por qué fue esto? Porque el santo, como verdadero amante de Dios, todo lo que le sucedió lo aceptó como la voluntad de Dios. Mientras seamos nuestros, aunque tratemos de amar a Dios, no podremos resignarnos a Su voluntad. Pero si nos volvemos Suyos, entonces Su voluntad se convierte en nuestro goce y cada manifestación de esa voluntad es una nueva maravilla de Sus atributos divinos. Si somos de Él, nunca se altera nuestra ecuanimidad porque todo lo hace Él y Su presencia nos sostiene.