Meher Baba quiere que seamos absolutamente honestos en nuestra vida. Pero ahora, si en este momento yo fuera muy honesto, me acostaría y dormiría. La honestidad exige que yo diga francamente que me gustaría irme a dormir. Pero después también está el deber, y en la ejecución de mi deber, la honestidad exige que yo permanezca despierto. ¿A qué honestidad deberíamos atenernos? ¿Deberíamos ser honestos con nosotros mismos o honestos con lo que el deber nos exige?
Esto me hace acordar acerca de un abogado que era discípulo de Baba. Vino muy afligido a ver a Baba. En esa época Baba había estado recalcando que la hipocresía es lo único que Dios no puede perdonar, y el abogado quedó consternado. Le dijo a Baba:
–Yo soy un verdadero farsante. Digo muchísimas mentiras en el ejercicio de mi vocación. Sé que muchos clientes míos son canallas, pero tengo que esforzarme para protegerlos, y entonces digo mentiras. ¿Baba, debería renunciar a mi trabajo?
Baba le dijo gesticulando:
–No tienes que renunciar a nada para seguirme. Empieza recordándome desde donde tú estás, desde lo que tú eres y cómo eres, porque yo no puedo ser excluido de ningún ámbito, de ninguna vocación y de nada. Si existe algo parecido al infierno para los abogados, entonces me encontrarás allí. De modo que continúa con tu vocación. Defiende a tus clientes, cumple tu deber y procura que tus clientes salgan victoriosos. Tú los representas y debes honrar lo que les prometiste. Si eludes tu responsabilidad, entonces no eres honesto.
Pero, por supuesto, un abogado no tiene por qué asumir una representación. Si cree que un cliente potencial es culpable, no tiene que defenderlo, simplemente puede negarse a tomar el caso. E incluso una vez que un abogado acepta un caso, no tiene que mentir, pero tiene que hacer todo lo que pueda para defender a su cliente. Eso es lo que Baba estuvo haciéndole comprender al abogado, que tiene determinados deberes y responsabilidades con aquellos a los que decide defender.
Esto me recuerda una historia de la época del Profeta Mahoma, que conté el otro día, pero que parece tan apropiada que la contaré de nuevo, y quien la escuchó y se aburra puede abandonar la sala.
Mahoma estaba sentado con sus amantes, y conversaban sobre esto y aquello cuando se acercó un hombre quien reverenció a Mahoma. Mahoma lo bendijo y siguió conversando como antes con los demás. Pero el joven no se fue, sino que se quedó ahí parado, y entonces Mahoma se volvió hacia él y le preguntó:
–¿Joven, quieres algo? ¿Tienes que preguntarme algo?
El joven le dijo:
–Sí, tengo que hacerte una pregunta y me gustaría que me la contestaras.
–Dímela.
–¿Puedes decirme en qué debería yo trabajar?
Mahoma se rió.
–Eso es sencillo, sigue la vocación de tu padre –y diciéndole esto, se volvió hacia los allí reunidos. Pero el joven continuó ahí parado, evidentemente angustiado y triste. Los demás estaban intrigados. Ahí había un joven que venía a preguntarle al Profeta qué vocación debería seguir, y el Profeta, con Su amorosa bondad, le había dado una respuesta simple y directa, ante la cual aquél parecía estar muy disgustado.
Mahoma le dijo:
–¿Qué sucede? No pareces feliz. ¿Qué hacía tu padre?
El joven estaba angustiado pero le contestó:
–Era un ladrón.
Mahoma miró al joven y luego replicó:
–¿Y qué? Yo te digo que sigas la vocación de tu padre.
Los ahí reunidos quedaron aún más intrigados y atónitos ante esto. ¿Qué estaba diciendo el Profeta? Les resultaba difícil creerlo, pero Mahoma prosiguió:
–Continúa con la vocación de tu padre, pero recuerda siempre dos cosas. La primera, haz siempre justicia en tu vida, y la segunda, todas las veces que oigas el llamado para la oración, deberás dejar cuanto estés haciendo y unirte a las plegarias. ¿Entiendes? Observa siempre estas dos condiciones y tu vocación no te atará. Ahora vete. –Entonces el joven se inclinó ante Mahoma y se marchó.
Cuando se dirigía a su casa, siguió una ruta por la que atravesó el sector próspero de la ciudad. Caminaba lentamente, tomando cuidadosa nota del aspecto de cada casa, estudiándolas con la mirada avezada de un ladrón para decidir cuáles podría saquear y cómo lo haría mejor. Ya que el joven había sido ladrón, cuando el llamado del Profeta lo conmovió, decidió vivir honradamente. Pero no conocía otra profesión, y al estar sin robar se quedó pronto sin dinero y se estaba muriendo lentamente de hambre. Eso fue lo que lo había inducido acercarse a Mahoma para ver qué profesión ejercería para sobrevivir. Pero ahora se le decía que volviera a ser ladrón, de modo que estudiaba las casas a medida que caminaba, hasta que encontró una que le pareció la adecuada para él.
Esa noche el ladrón regresó a la casa y arrojó una soga con un gancho sobre el parapeto que la rodeaba. Lo enganchó, trepó silenciosamente por la soga y pronto estuvo en el techo. Ahora bien, él sabía que la gente rica acostumbraba a esconder su dinero en la cocina. ¿Por qué razón? Porque en aquella época siempre había alguien en la cocina. A las mujeres se las tenía en purdah (práctica que prohíbe a los hombres de ver las mujeres), y la cocina se hallaba habitualmente detrás de la casa, donde las mujeres estaban, y durante todo el día había alguien allí, de modo que ningún extraño podía entrar simplemente en la casa e introducirse en la cocina sin causar un gran alboroto.
Entonces el ladrón bajó por la escalera del techo hasta dentro de la casa y se encaminó silenciosamente hacia la cocina. Y gateando en la oscuridad empezó a desplazar sus manos por el piso. Un rato después sintió que la superficie era un poco diferente como si alguien hubiera cavado un hueco y luego lo hubiera vuelto a cubrir; entonces él se puso a cavar ahí y, por supuesto, pronto descubrió veinticinco talegas de oro.
El ladrón desenvolvió una gran tela que tenía alrededor de su cintura, la tendió en el piso y, después de amontonar en esa tela todas las talegas de oro, la ató. Echó la bolsa sobre su hombro y empezó a caminar silenciosamente hacia la escalera cuando recordó lo que Mahoma le había dicho: haz siempre justicia. Pensó: “Estoy solo en el mundo y no tengo esposa, padres ni hijos. No necesito mucho. Por otra parte, quienquiera que sea al que le he robado esta noche tiene una casa muy grande. Por la cantidad de habitaciones puedo decir que la familia es grande y que hay muchos empleados”. Mientras pensaba esto desató la bolsa, sacó dos talegas de oro, las puso en el piso y luego volvió a atarla y se encaminó hacia la escalera.
“¿Pero esto es justicia?”, se preguntó. “¿Que deba tomar para mí veintitrés talegas y dejar solamente dos para esta casa?” Entonces desató la bolsa y sacó dos talegas más. Pero nuevamente, después de dar sólo unos pasos, tuvo que admitir que todavía no había hecho justicia, y entonces sacó tres talegas más. “Ahora he dejado siete talegas”, pensó. “Esto es bastante para procurar que este hogar no se muera de hambre, y evidentemente el jefe de la casa deberá tener un próspero comercio y podrá ahorrar más en un santiamén.”
Pero estaba a mitad de camino subiendo la escalera cuando se acordó de Mahoma e íntimamente creyó que el Profeta no consideraría que él hubiera hecho justicia, y entonces sacó tres talegas más. Por otra parte se dijo: “Con lo que hoy obtuve no tendré que volver a robar durante muy largo tiempo. Entonces también se beneficiarán las otras personas a las que yo podría haber robado”. Pero por otra parte, se le siguió ocurriendo que de ninguna manera él podría justificar el haberse llevado más de la mitad de la riqueza de esa casa, y entonces sacó unas pocas talegas más.
Cuando llegó al parapeto del techo le habían quedado solamente cinco talegas en la bolsa. “He dejado detrás veinte talegas. Esa es aún una fortuna considerable, y entonces la familia no sufrirá demasiado”, pensó. “Sólo he conservado cinco para mí. Eso es justo.” Y mientras pensaba esto, agarró la soga y estaba a punto de descender a la calle cuando el primer llamado matutino de la oración podía oírse saliendo de la mezquita. Había pasado tanto tiempo decidiendo cuánto dinero se llevaría y atando y desatando su bolsa que ya casi amanecía. Se detuvo. Recordó la segunda condición que Mahoma había establecido: todas las veces que oigas el llamado de la oración, debes dejar cuanto estés haciendo y unirte a los rezos. El ladrón soltó la soga, bajó su bolsa y empezó a rezar en el techo con su voz normal.
Inmediatamente se despertó el hombre de la casa.
–¿Qué eso? –le preguntó a su esposa–. Suena como si alguien estuviera rezando.
–Es imposible –le contestó la esposa–. Nadie reza en nuestra casa. ¿Qué necesidad tenemos de los rezos? Duérmete. (Porque, por supuesto, solamente rezamos cuando necesitamos algo de Dios.)
–No, no, escucha –insistió el marido–, te digo que es alguien que está rezando. –Entonces escucharon, y eso sonó como si alguien estuviera rezando en el techo, de modo que ambos se levantaron y se encaminaron hacia la escalera. Pero cuando lo hacían, el marido tropezó con algo–. ¿Qué es esto? –exclamó, pues se trataba de una de sus talegas de oro–, ¡Nos han robado! –gritó él y subió precipitadamente la escalera. Pero a cada paso se encontraba con más talegas de oro y, al llegar donde estaba el joven, arrodillado junto al parapeto y rezando, el hombre había recuperado casi todo su oro.
El hombre estaba desconcertado. ¿Qué había sucedido? Le habían robado, eso estaba claro, ¿pero entonces por qué el ladrón dejó detrás tantas talegas? ¿Y quién lo había robado? Vio la bolsa al lado del joven que rezaba y supuso que las restantes talegas de oro estaban atadas dentro, pero si este hombre era el ladrón, ¿entonces por qué estaba aquí arrodillado y rezando? Eso no tenía sentido. Pero aunque reventaba de curiosidad, no se atrevió a perturbar las oraciones del joven. Eso era lo que se acostumbraba en aquellos tiempos. El culto que otra persona rendía era respetado, aunque el hombre fuera el peor enemigo de uno, de modo que el jefe de la casa se quedó ahí parado durante diez minutos hasta que el joven terminó y entonces le reclamó de inmediato:
–¿Quién eres y qué estás haciendo aquí?
–Lo lamento –replicó el joven–. Soy un ladrón.
–¿Eres el que robó mi oro?
–Sí.
–¿Entonces por qué no bajaste del techo con el oro? ¿Por qué te detuviste aquí a rezar, y a rezar tan en voz alta que nos despertaste y pudimos atraparte?
–Era la hora de la oración, y entonces recé –replicó el joven–. Y esta es la manera adecuada de rezar.
–Pero si eres verdaderamente un ladrón, ¿por qué no te llevaste todo el oro? ¿Por qué dejaste detrás tantas talegas?
–Porque pensé que no sería justo llevarme todas las talegas, cuando yo estoy solo y tú tienes que sostener semejante casa enorme.
El dueño de casa estaba totalmente perplejo ante estas respuestas.
–¿Qué clase de ladrón eres? –le preguntó, y finalmente salió a relucir toda la historia: de cómo el joven había tratado de enderezarse pero se había estado muriendo de hambre, cómo había ido a ver a Mahoma, y cómo Mahoma le había dicho que continuara la vocación de su padre, pero procurando siempre hacer justicia y sin dejar de rezar todas las veces que oyera el llamado.
El dueño de casa estaba muy impresionado. El joven era un ladrón y sin embargo parecía ser un ladrón completamente honrado.
–Si tuvieras que seguir alguna otra vocación, ¿la seguirías? –le preguntó.
–Sí –replicó el joven–, pero mi instrucción no sirve para otra cosa. –El dueño de casa pensó sobre esto. La sinceridad del joven lo impresionó y él necesitaba un administrador de su negocio. Todos los administradores que había tomado lo habían robado; no hubo uno en quien pudiera confiar. Miró a su esposa y ella asintió con la cabeza, pues sabía lo que él estaba pensando.
Entonces, dirigiéndose al joven, le preguntó si desearía trabajar para él.
–Por supuesto, tu sueldo será al principio más bajo que el habitual para compensar lo de anoche –agregó, pues después de todo era un empresario, y un empresario siempre ansía sacar el máximo provecho de cada situación.
Pero pronto el joven demostró que era muy honrado y confiable porque el empresario estaba ganando mucho más dinero que el que había ganado en el pasado e, inducido por su esposa, empezó a pagarle al joven un sueldo muy bueno. De hecho, la esposa estaba pensando en mucho más que eso, pues el matrimonio tenía una hija joven, y desde que la mujer había visto esa noche al joven en el techo la había impresionado tanto su sencillez, su honradez y su evidente devoción al Profeta que había pensado que ahí había alguien que sería un buen marido de su hija. Por ese motivo ella había asentido con la cabeza cuando su esposo la había mirado.
Y poco tiempo después se organizó el casamiento y al joven lo convirtieron en socio pleno del negocio. Así fue cómo la primera tentativa de robo por parte del joven, acatando el deseo de Mahoma, fue también la última. Él obedeció al Señor, había hecho exactamente lo que se le había dicho, y su robo se convirtió en una bendición. Obedézcanle sin preguntar razones ni detalles, y todo saldrá bien.